Por Pascual Lanestosa, trabajador que siempre se acostó del mismo lado
Esta nota está motivada por un tema de actualidad que tiene que ver con el avance del gobierno hacia una flexibilización de los derechos laborales. Y cuando los derechos peligran, uno no puede hacerse el boludo: tiene la obligación de recordar de dónde venimos. Y aunque este sea un sitio de fútbol, creemos que una nota de este tipo no sólo es necesaria, sino que es urgente.
Hay días en los que uno mira para atrás y se pregunta en qué momento nos fuimos deshilachando como clase trabajadora.
No hablo de nostalgias tontas ni de viejos tiempos idealizados, hablo de algo más profundo: la conciencia.
Esa que alguna vez tuvimos, que costó sudor, lucha, organización… y que un día, casi sin darnos cuenta, dejamos que nos la arrebataran.
Yo vengo de una generación que creyó y que todavía cree en la comunidad organizada, en el trabajo digno como eje de la vida, en el sindicato como herramienta de defensa y en el peronismo como camino para que el hijo del obrero llegue más lejos que su viejo.
No para que se haga rico, sino para que viva mejor, para que sepa que lo colectivo es más fuerte que cualquier billetera.
Pero también soy de una generación que vio cómo nos traicionaban desde adentro.
Vi privatizaciones hechas en nombre del peronismo.
Vi compañeros despedidos, convenios flexibilizados, sindicatos que se transformaron en empresas y dirigentes que empezaron a vivir como gerentes.
Y vi, sobre todo, la indiferencia peligrosa de los propios trabajadores, esa que te dice “a mí no me van a tocar”.
Esa que repite consignas sin pensar.
Esa que cree que los derechos son eternos, como si los mártires que los consiguieron hubieran derramado lágrimas de cotillón.
La verdad es simple: los derechos no se pierden porque el capital avance, se pierden cuando la base deja de defenderlos.
Nosotros nos equivocamos también, no hay dudas de eso. Porque mientras las élites transmitían odio de clase, nosotros no supimos transmitir conciencia.
Porque (parafraseando a Dolina) mientras ellos fabricaban espejos que hacen que te veas rubio siendo que sos morocho, nosotros no supimos enseñar a mirar la historia sin maquillaje.
Hoy, muchos pibes te repiten “viva la libertad carajo” mientras viven de los padres, estudian en escuelas públicas, van al hospital público y cargan SUBE subsidiada.
No es culpa de ellos: es el resultado de un sistema que te educa para creer que lo individual es más importante que lo colectivo.
Y ahí está el problema, porque un trabajador sin conciencia es fácil de usar, de dividir, de enfrentar, de flexibilizar.
Es fácil convencerlo de que la solidaridad es un gasto y la justicia social un capricho.
Pero te digo algo, nada está perdido, porque la conciencia que se duerme también se despierta.
A veces tarda, es verdad, a veces se despierta cuando ya te bajaron el sueldo, te precarizaron, te echaron o te venció la jubilación. Pero vuelve. Siempre vuelve.
Y cuando vuelve, las estructuras podridas tiemblan. No por valentía nuestra, sino porque ellos saben que cuando el trabajador piensa, cambia todo.
A principios del siglo XX un compañero con principios, una vez se desmayó en la calle por hambre. Cuando lo atendieron, encontraron que llevaba un bolso repleto de dinero. Le preguntaron por qué no lo usó para comer.
Respondió: “Ese dinero no se toca. Ese dinero es del sindicato.”
Ese tipo de hombre existió, y mientras existan hombres así, aunque sea uno solo por generación, nada está completamente perdido.
Por eso quiero escribir, hablar, sembrar aunque sea una semilla, no para hacerme líder, ni referente, ni nada de eso.
Ya no estoy para cargos ni para sillones, estoy para dar testimonio.
Para recordarle a quien quiera escuchar que el trabajo dignifica, que la comunidad sostiene, que el sindicato no es un sello sino un cuerpo vivo, y que la solidaridad no es una palabra, es un modo de vivir.
Si alguna vez logramos reconstruir esa conciencia, aunque sea de a poquito, entonces no habremos fracasado.
Porque siempre habrá un pibe, que aunque hoy repita consignas huecas, mañana entienda lo que nosotros aprendimos con golpes: que solos no somos nada, y que juntos podemos serlo todo.







